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Jesús escandalizó por su forma de tratar a las mujeres (1): María de Magdala.



Me apasiona hablar de Jesús y de un modo especial de su manera “escandalosa” de relacionarse con las mujeres de su tiempo, también paradigma de relación para todos los tiempos. 

Voy a invitaros a una aventura: que os trasladéis a la Palestina del siglo I para poder escuchar a las protagonistas de esos encuentros. 

Frecuentemente nos acercamos a los textos evangélicos que los narran mirando a Jesús; hoy vamos a hacerlo escuchándolas a ellas directamente. Ellas nos contarán en primera persona qué les pasó cuando se encontraron con él. 

Como maestra de ceremonias y presentadora estará con nosotras una mujer muy importante en la vida de Jesús. Ella misma toma la palabra para presentarse: 

“Soy una mujer con nombre en el Nuevo Testamento, me llamo MARÍA DE MAGDALA, O MARÍA MAGDALENA,[1] pero estoy segura de que soy una desconocida para gran parte de los que estáis aquí, mucho peor, confundida con otras mujeres, sobre todo presentada como símbolo del pecado sexual, que por supuesto es un pecado “femenino”. 

Mi nombre, aún hoy, sugiere la imagen de una mujer adúltera, prostituta, pecadora arrepentida…son muy pocos los cristiano y cristianas que me asocian con: seguidora de Jesús, apóstol de los apóstoles, testigo privilegiado de la muerte y Resurrección de Jesús. 

Pero vamos por partes. Soy una de las mujeres más nombradas por los cuatro evangelios y la que más en las narrativas pascuales, pero se me confundió una y otra vez: con la mujer pecadora que lavó y ungió los pies de Jesús (Lc 7,36-50); con María de Betania, que también ungió los pies de Jesús (Jn 12, 1-8), con la mujer anónima que proféticamente ungió su cabeza (MC 14,3-9; Mt 26, 6-13) incluso con la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8, 3-11). 


Mi nombre se convirtió en el prototipo de “pecadora pública”. Yo pasé a encarnar la arcaica relación entre belleza, sexualidad y pecado femenino. Yo seré por los siglos la gran pecadora arrepentida, la “llorona”, así el débil sexo femenino ya tenía una santa penitente a quien invocar e imitar. 

Además de la mentalidad patriarcal, con la dificultad que eso conlleva para aceptar mi papel privilegiado en la vida, muerte, resurrección de Jesús y en la primera comunidad, han influido también algunas circunstancias y varias tradiciones. 

El evangelio de Lucas habla de mí con estas palabras: “Y sucedió a continuación que iba por ciudades y pueblos proclamando y anunciando la buena Nueva del Reino de Dios y los doce con él. Y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: Maria, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios…y otras muchas, que les servían con sus bienes.” (Lc 8,1-3). En el capítulo anterior narra la historia de una conocida prostituta, que entrando en la casa del fariseo, besa y unge los pies de Jesús (Lc 7, 36-50), Lucas no dice su nombre. Pero comentaristas bíblicos van identificando “espíritus malignos y siete demonios” con “pecados sexuales”, convirtiéndome en prototipo de “pecadora sexual” o “ pecadora carnal”. A Eva la pecadora del Antiguo Testamento ya le había salido sustituta en el Nuevo. Así quedará marcada nuestra condición femenina: nosotras somos las “pecadoras”. 

No todas las tradiciones desfiguraron mi realidad. Durante los primeros siglos de la Iglesia coexistieron dos tradiciones bíblicas sobre mí. En algunas comunidades cristianas, en las que las mujeres ejercían un ministerio oficial, yo era reverenciada como primera testigo de la resurrección de Jesús. Ireneo, Orígenes y San Juan Crisóstomo me nombraban como “apóstol de los apóstoles”. 

Parece que la confusión sobre mi identidad se remonta al siglo tercero, ya San Agustín me confunde e identifica con la pecadora, pero esta tradición queda fijada por el papa Gregorio Magno ((540-604) que pone fin a las “confusiones” declarando, espero que no de forma infalible y sin posibilidad de discusión y réplica, que “Maria Magdalena, María de Betania, y la “pecadora” de Lucas, éramos la misma persona. La “autoridad” papal una vez más nos niega a las mujeres el papel privilegiado que nos había concedido Jesús y me relegará durante muchos siglos al papel de “la pecadora”. En el Renacimiento y Barroco los artistas utilizaron de una manera exhaustiva mi imagen llena de sensualidad, belleza, seducción, tentación y arrepentimiento. 

Hoy no tengo tiempo de desvelarte del todo mi identidad, pero tomo la palabra en primer lugar para que puedas hacerte una idea de la profunda revolución, revolución escandalosa, que supuso el modo cómo Jesús nos trató a las mujeres, no sólo a mí y a otras mujeres amigas sino en el modo con que se relacionó con nosotras. 

Comienzo poniéndote el corriente de algunas normas, leyes, costumbres, creencias…vigentes en mi tiempo, en relación a nosotras las mujeres. Sólo así podrás comprender la audacia de Jesús y la alegría de mi corazón al ver cómo Él hacia trizas la concepción patriarcal dominante. 


Ser mujer, en mi contexto y en el siglo I de nuestra era, era una desgracia, mejor aún, una maldición en el Talmud podía leerse palabras como: “Maldito aquel cuya descendencia son hembras”. 

Ser varón era siempre una bendición: dos nuevos brazos, fuerza y trabajo, pero ser mujer es “una secreta inquietud, la preocupación por ella aleja el sueño”dice el eclesiástico (Eclo 42,9). Una niña estaba considerada un ser inútil una boca mas para alimentar. La misnah dice que el “padre no está obligado a alimentar a su hija”. 

El Levítico deja claro que tener una hija era una desgracia y por eso nuestro nacimiento penalizaba a nuestra madre: “Cuando una mujer dé a luz un hijo, quedará impura durante siete días… y ella pasará treinta y tres días purificando su sangre: no tocará cosa santa ni entrará en el templo hasta terminar los días de su purificación. Si da a luz una hija, quedará impura durante dos semanas ...y pasará sesenta y seis días purificando su sangre” (Lev 12,2-5) 

El escritor romano Flavio Josefo resume así nuestra situación en mi entorno: “Según la Torá, la mujer es inferior al varón en todo” [2]. Es verdad así era, ser mujer en mi sociedad patriarcal, era vivir en un estado de inferioridad y sumisión a los varones, era vivir en una sociedad sin derechos civiles, ni religiosos. Las mujeres éramos propiedad de los varones, primero pertenecíamos a nuestro padre y al casarnos pasábamos a ser propiedad de nuestros esposos, si nos quedábamos viudas pasábamos a pertenecer a nuestros hijos o volvíamos a estar bajo el dominio de nuestro padre o hermanos. Eran muchos los textos sagrados donde se reafirmaba que los maridos eran nuestros dueños y amos, como nos habían comprado con la dote nos podían vender incluso podíamos ser ofrecidas como recompensa (Jos.15,16) y usadas por nuestro marido para defenderse a sí mismo (Gn.12,12.20; 19,8;20,2; Jue 19,24-27). 

En nuestro mundo no se concibe la mujer independiente. Una mujer sin marido es un ser incompleto, como una persona sin cabeza, tal como habréis leído en la carta de Pablo a los Efesios: “porque el hombre es la cabeza de la mujer” (Ef.5,23 

El éxodo nos nombra como una propiedad más entres los bueyes y los asnos: “No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo” (Ex 20,17) 

Nuestra valía y lugar social estaba reducida al hogar, a la atención de nuestro marido e hijos, fuera de esta situación no éramos “nadie”, no existíamos. Nos estaba prohibido salir solas a la calle, sólo lo podíamos hacer acompañadas por un varón y un velo ocultaba nuestro rostro, no nos estaba permitido hablar en público con ningún varón. En público debíamos permanecer retiradas y calladas. No teníamos derecho a declarar ante los tribunales, nuestro testimonio no tenía validez. 

En este contexto ¿puedes imaginarte qué pensaba la gente de nosotras las mujeres que seguíamos a Jesús y participábamos con él de actividades y experiencias reservadas a los varones?, ¿puedes también pensar qué decían de Jesús por aceptarnos en su seguimiento como discípulas suyas?. 

Yo misma no me lo podía creer cundo supe que mi amiga María de Betania había elegido hacerse discípula del Nazareno, y éste la había aceptado, ante la incomprensión de su propia hermana Marta, que también ella, contaminada por la mentalidad patriarcal, no podía entender ni a su hermana, ni a Jesús . 

Pero por ahora lo dejo aqui; pronto les dejaré a ellas para que lo cuenten en primera persona. Hasta entonces. 

[1] El texto, en parte está tomado de MARTINEZ OCAÑA, E., Cuerpo Espiritual, Narcea, 2009, 128-54 


[2] FlAVIO JOSEFO, Contra Apion, II,201