Páginas

Jesús, un hombre profundamente agradecido


Como no podía ser de otra manera viví como un hombre lleno de gratitud. Es difícil poner en palabras todo lo que mi corazón agradecía, pues era tanto que no sabría seleccionar una sola razón; pero quiero compartir contigo esta experiencia. 

Vivir desde la gratitud me permitía contemplar ese milagro de la vida “graciosa”, la vida que por doquier se nos regala como don en cada momento. 

¿Cómo expresarte mi asombro agradecido al contemplar los lirios del campo, las aves del cielo, la semilla que crece calladamente, el pequeño grano de mostaza que se hace árbol frondoso…? toda la realidad, era para mi manifestación de esa Gratuidad que sustenta la vida.

Otras veces, muchas, la acción de gracias brotaba al observar los milagros que se producen ante la generosidad y el deseo del compartir. Cuando damos lo que tenemos, aunque sean unos cuantos peces y panes, esa experiencia provoca un circuito de generosidad que hace posible que, como nos pasò en alguna ocasión, todos puedan comer y además sobre comida... yo sólo podía bendecir ese gesto y dar gracias por ello. [1]

¿Qué decirte de lo que experimentó mi corazón cuando vi a una pobre viuda dar gratuitamente todo lo que tenía para vivir?. No pararía de compartir lo que día a día llenaba mi corazón, por eso voy a seleccionar algunos momentos en los que mi gratitud se hizo oración, expresión externa de lo que vivía continuamente. Pero antes de nada, quiero expresar la fuente de donde brotaba en mì mi actitud de agradecimiento continuo.

¿De dónde brotaba mi acción de gracias continua? De la experiencia de saborear quién era yo profundamente y quién era Dios: ¡Padre, ¡Abba! fue la palabra con la puede mejor esa vivencia de Ser hijo amado. 

Esa experiencia era la columna vertebral que sustentaba mi gratitud. Lo más profundo de mi ser, lo más profundo de tu ser y de todo lo que es, es una relación amorosa de total gratuidad. 

No tenía muchas palabras para expresarlo, no era fácil decir lo que vivía, fundamentalmente intentaba transparentarlo, mostrarlo con mi vida… Los evangelistas, cuando quieren narrar a sus comunidades esta profunda verdad ponen en mi boca palabras que balbucean este misterio de amor: “Gracias Padre, por haberme escuchado. Yo sé que siempre me escuchas”[2], “yo se que has puesto todo en mis manos”, “el Padre y yo somos una misma cosa” “quien me ha visto a mi ha visto al Padre” [3]

Esa seguridad en Su Amor incondicional no estaba condicionada por los acontecimientos de mi vida cotidiana, ni por lo me iba pasando dìa a dìa, ni porque la realidad fuera o no como a mi me gustaba o deseaba… No, muchas veces las realidades de la vida no fueron según mis deseos, pero eso en nada cambiaba mi certeza fundante: Nada ni nadie podía separarme del amor de Dios. Dios Abba era en mí. ¿Qué era? lo único que podía, ser Amor sin condiciones.

Lo que aumentó aún más mi corazón agradecido fue la certeza de que este descubrimiento del Amor como la esencia de mi ser no era algo exclusivamente mío, era la última verdad sobre Dios y sobre todo ser humano, sobre toda la realidad. Por eso toda mi pasión fue proclamar la Buena Noticia de esa relación amorosa que nos constituye, una filiación-fraternidad indestructible, porque no depende de nosotros serlo, sí vivirlo.

Esa experiencia de comunión profunda había momentos que se me hacía especialmente luminosa. Recuerdo bien alguno de esos momentos. 

Estaba viviendo la crisis, el dolor del rechazo de gran parte de mi pueblo. Era consciente de la cerrazón de muchos habitantes de las ciudades de Corazaín, Betsaida, Cafarnaún, testigos de las curaciones, signos, bendiciones que Dios había hecho a través de mi, pero su mente y corazón estaban cerrados. Me dolía profundamente ese rechazo de la salvación gratuita que Dios les ofrecía por eso intenté abrirles los ojos para que descubrieran su ceguera e ingratitud, [4] pero nada pude hacer.

Desde la consciencia de ese dolor, se me desveló una vez más una profunda verdad, que había debajo de mi propia experiencia, eran los pobres, los sencillos, los que descubrían y saboreaban la Buena Noticia de Dios. Y mi corazón estalló de alegría: 

“Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Si, Padre, bendito seas por haberte parecido eso bien.”[5]

Eso que yo veía, que era la gente sencilla, los pobres, necesitados y no los sabios, engreídos y soberbios los que acogían con alegría el Reino, fue una revelación de la predilección de Dios por el abajo de la historia. Yo entendí muy bien lo que estaba pasando, no se trataba de ningún rechazo por parte del Padre a nadie. 

Lo que yo experimenté en mi vida, era que “los sabios y entendidos” se sentían seguros en sus conocimientos, se creían poseedores de la verdad, y nada tenían que aprender. ¡Lo suyo era enseñar!. Su actitud les incapacitaba para acoger la novedad de Dios, que ya había experimentado y que quería compartir. Pero… yo era un pobre carpintero, con malos antecedentes familiares, y con pocos conocimientos como para enseñarles a ellos.[6]

En cambio, aquellos “anawin” ignorantes que los rabinos despreciaban estaban abiertos, deseosos de aprender, descubrir, acoger. Ellos aceptaron con prontitud y gozo las “cosas” de mi Padre que yo había descubierto. Ellos si fueron capaces de acoger, llenos de alegría y gratitud, la novedad sorprendente de un Dios no de méritos ni de juicio sino de gracia. Un Dios que por puro amor nos constituye en hij@s y herman@s.

Dejé serenar la experiencia y pronto otro gran descubrimiento me llenó de alegría profunda, confirmando lo que acababa de pasar: recordé que esa había sido la experiencia de otras mujeres creyentes de mi pueblo. A ellas también, en sus propias vidas, se les había revelado el Dios apasionado por el reverso de la Historia.

Judit, en un momento trágico para el pueblo, a punto de ser arrasado por Holofernes, se pone en oración para descubrir qué puede hacer ella en esa encrucijada y su oración se hace primero canto al amor del Dios de los pobres: “Eres el Dios de los humildes, socorredor de los pequeños, protector de los débiles, defensor de los desanimados salvador de los desesperados”[7], y a continuación compromiso para hacer de su cuerpo lugar de verificación de las entrañas compasivas de Dios: “Yo voy a hacer algo… Yahvé visitará Israel por mi mano”[8].

También Ana, la madre de Samuel, proclama su canto de gratitud porque Dios le ha concedido lo que tanto deseaba, un hijo, cuando ya nadie creía en su fecundidad. En su canto de acción de gracias expresa también su propia experiencia: “El levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre”[9].

Ese mismo canto pone Lucas en boca de mi madre, María, en su visita a Isabel, otra mujer estéril de la que no se espera nada. Ambas desde su experiencia de “humillación” tuvieron la misma experiencia reveladora que yo: el Dios de nuestros Padres es el Dios de los anawin. El evangelista Lucas pone un bello canto en boca de Marìa, mi madre: “derriba del trono a los poderosos y exalta a los humildes, a los hambrientos colma de bienes y a los ricos los despide de vacío”[10]

No pararía de contarte toda la gratitud que bullía siempre en mi corazón, y que se entralazaba con la gratitud de mi pueblo.

Tú vuelve al tuyo y haz de tu vida un canto de acción de gracias porque Dios es bueno, porque es eterna su misericordia, sobre todo porque nos ha regalado con su amor constituyente del fondo de nuestro ser.

Que la experiencia de todo el amor que gratuitamente has recibido se convierta en ti en deseo de hacer de tu persona un canto de gratitud convertido en amor operativo.

Jesús de Nazaret, el que vivió profundamente agradecido..

[1] Jn 6,11, Mc 8, 
[2] Jn, 11, 42 
[3] Jn 14, 9-11
[4] Lc, 10, 13-15; Mt 11,20-24 
[5] Lc 10,21; Mt 11,25 
[6] Mc 6, 1-5 
[7] Jdt, 8,32 

[8] Jdt, 8, 33. He desarrollado este tema en MARTINEZ OCAÑA, E., Te llevo en mis entrañas dibujada, Narcea, Madrid, 2012, 178-182 

[9] 1Sam, 1-2,1-10 

[10] Lc 1, 52-53