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Formas de Matar


Uno mi grito de dolor, protesta y esperanza a esta valiente mujer mexicana.

Alma Delia Murillo, Publicada en Sinembargo.mx

Hay muchas formas de matar, una es de hambre. Y es, probablemente, la más efectiva de la historia. El hambre como una punzada en el vientre, como un mareo, como debilidad permanente, como desnutrición por generaciones, el hambre como cañón frente al rostro, como la más absoluta de las desesperaciones si no puedes alimentarte ni alimentar a los tuyos. Si comer una vez cada dos días y dormir ocho o más personas en la misma habitación con las consecuentes relaciones de abuso es tu cotidiano, la vida se vuelve una agonía. Pero el hambre es un parto de la pobreza y la pobreza es un método de exterminio histórico también y muy funcional, una fórmula perfecta para aniquilar seres humanos a rajatabla.

Se habla en México de pobreza patrimonial, pobreza moderada, pobreza extrema y pobreza alimentaria. Como sea, si sumamos una variante de pobreza y la otra, nos da un total de 85% de la población en estas condiciones, de manera que sólo el otro 15% no vive en situación vulnerable. Es brutal. Atendiendo a estas estadísticas que además son oficiales (Coneval), del lado de la sobrevivencia hay más de cien millones de mexicanos y del otro lado sólo diecinueve millones. ¿De qué carajos estamos hablando?, ¿podemos llamar país a uno donde estas son las condiciones dadas, el punto de partida? Y hablo de formas de matar porque lo encuentro oportuno, jodidamente oportuno. 

Hace unos días leí una reflexión punzante en el blog Doquier de Isaac García Venegas –no se lo pierdan- y no he dejado de sobar una respuesta para la pregunta que él se hace: Isaac reflexiona de dónde salieron y cómo se formaron esos profesionales de la muerte. Esos que pueden desollar el rostro de otro ser humano con una técnica precisa y fría como vimos que hicieron con el estudiante Julio César Mondragón mientras aún estaba vivo. ¿De dónde vienen los que se han especializado en mutilar, quemar, cercenar, desaparecer a otros seres humanos? La respuesta es horrible: vienen de la pobreza. El gran telón de fondo que desde hace siglos alimenta la descomposición inaudita a la que ha llegado este país se llama pobreza. La pobreza engendra corrupción y la corrupción engendra impunidad. Pobreza. Corrupción. Impunidad. Son las tres epidemias que asolan este país y que seguirán succionando lo que encuentren vivo hasta desmantelarlo todo, hasta que los muertos sean incontables, hasta que la tierra esté tan erosionada, el petróleo tan vendido y las clases sociales tan polarizadas que un día decir México sea decir nada, una palabra rota, resquebrajada, vacía. Y será esa jauría famélica llamada partidos políticos la que aprovechará hasta el último organismo vivo para devorarlo todo: esos que hacen concesiones a parientes, falsas licitaciones a empresarios amigos, acuerdos pre-electorales con cuanta institución y poder fáctico pueden pactar, esa caterva de saqueadores, serán en gran medida los responsables. 

Hablo de todos los partidos políticos: PRI, PAN, PRD, el vergonzante Verde Ecologista y los que se sumen a mamar del presupuesto electoral que con tanto sacrificio les proporcionamos nosotros, los ciudadanos. No puedo con la rabia, con el hartazgo. Pero cuando me detengo a pensar que esos campesinos, también hijos de la pobreza, rechazaron la oferta de convertirse en sicarios, en representantes del narcoestado (sí, digo narcoestado) y eligieron andar el esfuerzo para nosotros impensable de llegar a la escuela normal rural de Ayotzinapa y estudiar para convertirse en maestros; tuvieron el peor de los destinos, enmudezco. No puede ser que los seres humanos seamos capaces de tanta destrucción, de tanta brutalidad. Leí un artículo en la Jornada sobre adolescentes sicarios detenidos y con un proceso penal por enfrentar que cuentan cómo y porqué aceptaron esos miles de pesos para matar por encargo y la razón es sólo una: no vieron otra alternativa para salir del infierno en que vivían que meterse en otro. Vuelvo a quedarme sin palabras. Como sé que nos quedamos muchos, sin la palabra exacta que le ponga nombre a este sentimiento que nos inunda el pecho. Vuelvo a quedarme sin saber qué hacer, convencida de que algo me duele, sin saber qué acción tomar. Y así perdidos como yo miro a muchos otros, dolidos e indignados pero también frustrados e impotentes. Todos nos preguntamos, ¿qué hago?, ¿en quién confío?, ¿a quién le creo? Afinar el criterio en medio del fuego y el humo se vuelve difícil. Entonces sólo queda recurrir al instinto. 

Recupero lo que sentí cuando vi a los padres de los 43 caminando como si una capa negra descomunal pesara sobre sus espaldas, cuando vi sus rostros agotados, cuando los vi dar un lento paso tras otro con la fotografía de sus hijos entre las manos y puesta sobre el pecho a modo de escudo, de abrazo, de no sé qué. Sentí pudor y una bola de llanto que me crecía desde el vientre y que traté de contener sin éxito. Lo que sentí cuando escuché al procurador Murillo Karam con su actitud displicente, teatral, despectiva, cuando vi su prepotencia convertida en palabras tan torpes para dar una explicación que no resiste ni tres ni veinte cuestionamientos puramente científicos que puedan respaldar la versión de hechos que nos dio a los mexicanos. La tragedia que hoy vivimos es resultado de todas las insuficiencias del Estado, así como la insuficiencia de Murillo Karam revestida de soberbia. Ese viejo truco del dinosáurico PRI de mostrar para ocultar, de ceder controlando. PRI decrépito que, por lo visto, no se ha dado cuenta de que los ciudadanos que dejaron de gobernar hace catorce años ya crecimos. ¿Seguirán pensando, de verdad, que somos subnormales, zombis babeantes a los que se les puede tratar peor que a las bestias porque carecemos de inteligencia? Escuché al procurador y pensé en Auschwitz, en aquellas noches negras en las que por decreto el régimen nazi podía desaparecer seres humanos como si fueran ratas. Pensé en Auschwitz desde que supimos que los militares les negaron ayuda a los normalistas de Ayotzinapa y les dijeron “ustedes se lo buscaron”. 

Narcoestado, vuelvo a decir. Y poco a poco he ido saliendo del pasmo, del no saber qué hacer. Estuve en la marcha del 5 de noviembre y el aire podía cortarse porque se respiraba una densidad dolorosa, tristísima. Pero éramos muchos, y había contingentes de lo más diversos: universidades públicas y privadas, grupos cristianos, papás con sus bebés en la carriola, gente que había salido de la oficina para estar un rato. El lunes cenaba con un amigo en un restaurante y apareció el dueño, un empresario joven que pertenece al punto más elevado de ese 15% de la población privilegiada y también se preguntaba qué hacer, ya tenía planeadas dos o tres acciones para ayudar con sus restaurantes a la causa. El martes decidí salir con mi veladora a la banqueta, pensé que yo sería la única pero no, por primera vez más de cuarenta vecinos del condominio donde vivo estábamos reunidos y de acuerdo, nunca visto, ni en las asambleas ni juntas vecinales donde jamás llegan más de diez y además se pelean. Éramos cuarenta parados sobre la avenida con nuestras velas prendidas, con la cara desencajada pero la necesidad de hacernos presentes. Ayer fui al dentista, es uno de esos pocos afortunados que ha escalado alto en la pirámide social a través del puro esfuerzo y hoy tiene a su hijo de diecisiete años en uno de los colegios más costosos de este país; me contó que su hijo adolescente le preguntó si estaría dispuesto a ir con él a la siguiente marcha, le preguntó también si le molestaría mucho que tratara de organizar a sus compañeros para que fuera un contingente representando a toda la escuela. “Es que son estudiantes, papá, tenemos que hacer algo”. Eso le dijo. Y caigo en cuenta de una verdad portentosa. Miles o cuarenta, el hijo de mi dentista solo o acompañado, el restaurantero: somos el tejido moviéndose por células. El potencial es poderosísimo.

Hay muchas formas de matar, sí: inconcebibles, aterrorizantes, nunca imaginadas. Pero también hay muchas formas de manifestarse a favor de la vida. Y todas suman y todas transmiten un solo mensaje que el procurador, sin saber que daba el primer paso para convertir este régimen insostenible en Uroboros, la serpiente-dragón que se devora a sí misma, nos regaló: ya nos cansamos. Así que ventilemos el hartazgo y hablemos de la crisis de representatividad de los partidos políticos para que les vaya quedando claro que nosotros mandamos, no ellos; hablemos y que de nuestra boca salgan las palabras que definirán el rumbo de este país. Hablemos de la muerte para demostrar que estamos vivos. Porque si la muerte se nos viene encima y no decimos nada, tal vez querrá decir que ya estábamos muertos.


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Adina Chelminsky