Jesús de Nazareth, testigo visible de la misericordia entrañable de Dios.


Queridos hermanas y hermanos: sé de vuestra preocupación por vivir como comunidad eclesial en fidelidad al mismo Espíritu que a mí me alcanzó y me hizo posible ser testigo de la entrañable misericordia de Dios; y al mismo tiempo queréis ser fieles a vuestro momento histórico y a vuestra gente, como yo también lo quise. 

Esas han sido mis grandes pasiones mientras caminé por mi tierra, por eso he querido venir a compartir con vosotr@s mi experiencia.

Es verdad que mi tiempo no es el vuestro, nos separan veintiún siglos, pero sí descubro problemas comunes: la gente sufre, no tiene trabajo ni salud, no se siente querida y respetada, hay violencia, guerras, hambre material y espiritual, no se respetan los derechos humanos, hay una profunda división social, económica e ideológica, en la distribución de los bienes hay un flagrante injusticia… Se suceden escándalos de corrupciones varias entre autoridades políticas, económicas, religiosas y eso descorazona y hace difícil la esperanza.

De todo ello fui también testigo y sé cómo resuena en el corazón, duele, a veces desalienta y desanima. También yo tuve que hacer un camino de crecimiento en la escucha, acogida y transformación de mi persona para poder vivir todos los acontecimientos duros de mi tiempo. Fui creciendo en la capacidad de dejarme alcanzar por el Espíritu de Dios, por su amor incondicional para poder así ser testigo de la Buena Noticia de su misericordia entrañable, la que yo había experimentado en mi corazón. 

No fue fácil. El Dios que proclamaban las escribas y fariseos no coincidía con la experiencia que yo tenía. Las autoridades religiosas de mi tiempo no me ofrecían referencias válidas para reconocer Su amor incondicional, su preferencia por los últimos, su entrañable misericordia.

¿Qué me ayudó a abrirme al Espíritu de mi Dios, a vivir y a proclamar, a pesar de todo, la buena noticia del Reino?

La verdad es que en mi búsqueda continua viví una experiencia fundante que trastocó mi vida y la cambió para siempre, convirtiéndose en la columna vertebral de mi persona. Yo era un creyente judío, y como muchos de mis correligionarios quería que el Reino de Dios se hiciera verdad en medio de nosotros. Fui a bautizarme al Jordán y allí se me desveló la verdad de mi mismo y de Dios. Con una luz deslumbrante descubrí quién era Dios y quién era yo para Él: hijo amado en quien se complace, por ser hijo, por puro amor suyo, no por mis meritos. Me quedé trastocado, deslumbrado; necesité ir al desierto para interiorizar, penetrar con más profundidad esa experiencia. Allí, en el silencio de los días y noches fui descubriendo la entrañable ternura de Dios, su amor incondicional por todos sus hijos e hijas, por toda su creación, su pasión por lo perdido de este mundo, su sueño de hacer una familia de hijos y hermanos…todo cambió para mí. Ya no podía sino vivir para hacer verdad este sueño, para vivir como Hijo amado y hermano de todos, para ser testigo visible del Dios amor de misericordia invisible. 

Esa era la mejor buena noticia que había recibido nunca y comencé entonces a proclamar con mi vida y mis palabras que el Reino ya estaba entre nosotros, en nuestro propio corazón, que solo hacia falta abrir los ojos y ver, que el Dios de la vida alentaba con su soplo toda la realidad y la sustentaba desde dentro, que ese Dios de infinita misericordia lo envuelve todo. En esa misericordia existimos, respiramos, somos. Poco a poco fui dejando a Dios ser Dios en mí, consentí en ser alcanzado por su amor incondicional.

A partir de esa experiencia mi pasión fue convertirme en testigo suyo. Pedí intensamente esa gracia, trabajé mi persona para hacer de mi cuerpo un lugar para revelar al Dios misericordioso que muchos profetas habían proclamado con pasión… Fui aprendiendo a mirar a mi pueblo con la mirada apasionada de Dios, que sufría al ver cómo lo trataban sus opresores convirtiéndolo en esclavo. Porque no solo había esclavitud económica y política, sino también religiosa. Mi gente vivía esclavizada por la dominación política, por la injusticia y la religión opresora. También a mí se me conmovieron las entrañas, y brotó en mi interior un deseo irrefrenable de liberar, poner en pié, perdonar, devolver la dignidad de hijos e hijas amadas. Hice de mis ojos un jugar para descubrir no sólo la opresión de mi pueblo sino también la mirada amorosa de Dios para con todas sus hijas e hijos. Escuché sus gritos de dolor y de gozo, pude comprender sus necesidades, sueños, deseos, no cerré mis oídos a sus quejas y me alegré con sus alegrías. Mi boca fue aprendiendo a profetizar, a denunciar y anunciar que la buena noticia del Reino ya estaba en medio de nosotros; con ella bendije, y la cerré a la maldición y maledicencia, besé, gusté la vida. Aprendí a hablar y callar como lenguaje de amor. Fui aprendiendo a degustar en la vida cotidiana los sabores del Reino. También trabajé para hacer de mis manos unas manos que curan, sanan, ayudan a poner en pie y levantar a las personas paralizadas y decaídas, que ayudan a dar a luz a cada ser humano lo mejor de si. Mis pies se hicieron samaritanos sin dar rodeos ante quienes tirados en el camino esperaban mi proximidad: me acerqué a quienes esperaban el bálsamo de mi cercanía, sanación, perdón, rehabilitación… Recorrí caminos conocidos y desconocidos, salí de mi tierra queriendo romper fronteras, establecer contactos y diálogos constructores. Como te dije antes, sobre todo mis entrañas se estremecían de dolor al ver el sufrimiento de mi pueblo y ese dolor hizo que toda mi persona se movilizase en hacer verdad un amor operativo , por eso fueron fecundas, dando vida, esperanza, sentido, pan, vino para celebra la fiesta de la vida. Mi corazón fue aprendiendo a base de contemplar a Dios muchas noches en oración, a llenarse de nombres, pues lo único importante era saber amar como Dios ama, con ternura, con compasión, con gratuidad, con incondicionalidad… trabajé para hacer mi corazón semejante al suyo. Poco a poco el espíritu de Dios me fue alcanzando y mi persona se hizo testigo visible del Dios invisible. 

Ese querer ser testigo de Su misericordia me hizo pasar por la vida no como juez sino como sanador. ¡Cuánto dolor en la gente de mi tiempo y de vuestro momento histórico.! Miraba con horror tantos cuerpos maltratados de tantas maneras, violados, violentados, vendidos, comprados, prostituidos, hechos mercancía barata, fruto del engaño y la extorsión, explotados en trabajos inhumanos; cuerpos mutilados por la violencia y las guerras; cuerpos aterrorizados por la represión y la tortura; cuerpos secuestrados de tantas maneras, hambrientos, desnutridos, enfermos por no tener la atención sanitaria a la que tienen derecho; cuerpos encarcelados muchas veces porque su pobreza no les permite pagar un buen abogado; cuerpos hambrientos de caricias y contactos ¡Tantas y tantas heridas. En mi interior resonaba el grito de Dios por boca del profeta Isaías "Consolad, consolad a mi pueblo" 

¿Cómo hacer creíble un Dios bueno Madre-Padre y no atender el dolor de sus hijos e hijas? ¿Cómo proclamar la buena noticia de la misericordia entrañable de Dios sin denunciar el dolor y sus causas, sin trabajar por aliviarlo, y tratar de erradicar las causas sociales y estructurales del mismo?

Intenté pasar por la vida como buen samaritano, crear proximidad con mi manera de mirar la realidad para después acercarme a las personas doloridas, saqueadas por los bandidos de turno, y bajando de mis cabalgaduras, tocar, ungir, limpiar, cargar…Descubrí la gran necesidad que tenemos los seres humanos de encontrarnos con hombres y mujeres sanador@s! Quizás en mi tiempo y en este vuestro también nos han educado más para ser jueces que sanadores, para criticar más que para comprender, para juzgar más que para acoger incondicionalmente los cuerpos heridos en cualquiera de sus dimensiones. Por eso pasé por la vida curando, tratando de expulsar demonios…tantos (violencias, hambres, guerras, clasismos, sexismos, racismos, terrorismos, egoismos, narcisismos…). No os olvidéis que una de las características de mis discípulos es el de "expulsar demonios" Y no solo se trata de curar enfermedades sino de algo mas urgente: establecer contactos sanadores. Yo descubrí en mi esa gracia por eso la gente trataba de tocarme, porque salía de mi una fuerza sanadora.

Esta fue una de mis convicciones básicas, que proclamé con toda solemnidad en el sermón del monte y recogió Mateo en su capítulo 25: que al final de la vida sabremos si la hemos ganado o la hemos perdido en función de cómo ha sido nuestro amor operativo que pasa por el cuerpo y lo sana, que toca "el alma" y la cura en sus soledades y aflicciones: amor que se hace pan y agua, que sacia el hambre y la sed; vestido que cubre las desnudeces varias, compañía en el dolor de la soledad, de la enfermedad..., liberación de las prisiones diversas en las que caemos, acogida en las exclusiones de raza, sexo, clase...

Se nos va a preguntar si hemos pasado como Sanador@s o no, ahí descubriremos, como os he dicho antes qué es ganar o perder la vida. ¡Nada más, ni nada menos!

Os deseo de corazón que os dejéis alcanzar por Su misericordia allí dónde cada un@ más lo necesite: en lo más dolorido, enfermo, dañado, incoherente, desajustado…. Es ahí precisamente en vuestra debilidad donde el Dios de la misericordia entrañable se vuelca, de ello yo soy testigo.

Con cariño y esperanza.

Jesús de Nazaret, hijo amado de Dios y hermano vuestro.