Una mujer acusada y rehabilitada (Jn 7,53. 8,11)




Soy una mujer sin nombre propio ni identidad. Se me conoce por la etiqueta que me han puesto mis acusadores: la adúltera. Con ella ponen de relieve mi sexo y mi pecado sexual, el pecado que no se nos perdona a las mujeres. Ellos nunca son los adúlteros, "tienen un desliz", "echan una canita al aire", "cambian de plato" y otros eufemismos disculpatorios.

Hoy quiero yo tomar la palabra y hablarte de mí y al tiempo de tantas mujeres que, como yo, están condenadas a muerte por la misma acusación: el adulterio exclusivamente femenino, porque para adulterar hacen falta dos personas pero a él no lo acusan, a él no lo han condenado.

El evangelista Juan es el único que relata mi historia. Historia que conoces bien y has oído muchas veces, pero quizá hoy puedas oírme a mí.

Jesús está enseñando en el templo y hasta ahí llegan unos escribas (los teólogos de hoy) y fariseos (los "santos" y cumplidores de hoy) trayéndome a rastras. Me tiran al suelo en medio del lugar donde Jesús estaba rodeado de gente.

Quiero que intentes ponerte en mi lugar: ellos son, no sólo los buenos, y cumplidores de la ley, sino los maestros; yo me encuentro ahí arrojada al suelo, llevada a la fuerza, presentada como la transgresora de la ley, la pecadora.

Estoy sola, silenciada, no puedo decir nada, no tengo ningún derecho, ni posibilidad alguna de autodefensa. Me degradan delante del pueblo como primer paso para después condenarme a la lapidación. Una muerte terrible, eso sí para cumplir la ley y “hacer justicia”.


La justicia patriarcal me condena. Me han cogido “in fraganti” cometiendo adulterio con un hombre que, por supuesto, no está acusado de nada, y nadie sabrá nunca quien es. Esta descripción que hago de mi ¿puedes reconocerla, aún hoy, en tantas mujeres africanas, en concreto Nigerianas que en pleno siglo XXI están padeciendo la misma situación que yo?

Esta conducta de los defensores de la ley tiene una doble intención, no sólo "hacer justicia" conmigo, sino tentar a Jesús, probarlo a ver sí también pueden acusarlo a él de trasgresor. Lo dice claramente el Evangelista Juan. Debajo de su deseo de justicia hay una trampa tendida a su persona. Una trampa tendida, también hoy, a quienes se declaran defensores de los derechos humanos. ¡Es tan viejo este sistema tramposo!: contraponer cumplimiento de la justicia y defensa de los derechos humanos.

Me dejan allí tirada en medio de todos. Nadie me veía a mí, sólo veían una conducta que mis acusadores ponían en evidencia. Estaban cometiendo conmigo una gran injusticia: juzgar mi persona por un acto, etiquetarme por una conducta. Mientras estaba allí, en el suelo, yo también me preguntaba ¿acaso no hacemos esto mismo muchas veces un@s y otr@s?.

Escucho entonces que dirigiéndose a Jesús le preguntan: "Tú ¿qué dices"?.

Antes de mirar la actitud de Jesús te pido hoy a ti lector/a que contestes a esta pregunta. Tú ¿qué dices y/o haces ante la situación de tantas mujeres hoy condenadas a la lapidación física como yo, o a la lapidación de la etiqueta, el juicio, la condena, la violencia? ¿Qué palabra dices? ¿Eres de l@s que acusan: "algo habrán hecho", "se lo han merecido"...? ¿Eres de l@s que miran pero callan por miedo a enfrentarse a quienes acusan desde el poder y el saber? ¿Eres de l@s que miran para otra parte para no enterarse y no complicarse la vida?

Yo no sabía qué iba a pasar conmigo, temblaba esperando el comienzo de las pedradas sobre mi cuerpo. Escucho atemorizada la pregunta que le hacen: ¿Tú qué dices? Jesús guarda silencio, se produce un momento de máxima expectación y comienza a escribir en el suelo. Los acusadores se impacientan e insisten en preguntarle. Yo respiro aliviada, momentáneamente ha conseguido desviar la atención que estaba centrada sobre mí y todos le miran a él.

Yo le observo desde el suelo y de pronto Jesús levanta la cabeza y mira con atención a mis acusadores y a toda la muchedumbre que observa la escena y de pronto dice unas palabras desconcertantes: "El que esté libre de pecado que tire la primera piedra".

Sus palabras dan un giro total a la escena. Ellos hablaban de cumplimiento externo de la ley, él habla del corazón, de la actitud de fondo ante la vida. Ellos eran jueces descomprometidos el Maestro les dice que la condición para poder enjuiciar y castigar es: estar libre de pecado. ¿Quién puede decir en verdad que está libre de pecado en su corazón? Los acusadores son invitados a mirar hacia su interior, son remitidos a su propia verdad.

Me doy cuenta de lo que está pasando con toda claridad. Jesús no entra en la dinámica de la acusación, la condena y la venganza. No les dice si están o no en pecado, sólo les pide que tengan capacidad de autocrítica, que sean lúcidos sobre su verdad profunda antes de condenar a nadie. Les está ofreciendo también a ellos la posibilidad de reconocer su pecado y ser alcanzados por su misericordia. ¿Sabrán darse cuenta?

Se hizo un silencio sepulcral. De pronto veo un movimiento de pies en mi entorno...no vienen a por mi sino que los pasos se alejan, veo con asombro que se van marchando..."comenzando por los más viejos" porque se dan cuenta que no están libres de pecado. Y, poco a poco, nos vamos quedando solos Jesús y yo, frente a frente, persona a persona.

¿Puedes imaginar lo que esa primera mirada supuso para mí? Alguien me miraba a los ojos, me reconocía como persona, me dirigía la palabra y sobre todo, me daba la palabra. Sentí su mirada llena de ternura y misericordia y oigo con atención sus palabras: "Mujer, ¿ninguno te ha condenado?". Escucho al fin lo que no podía creerme: ¡nadie me condena!.
 Si puedes hacerte una idea de lo que estas palabras significaron para mí te pido hoy que tomes por dentro la decisión de no ir por la vida juzgando, acusando y condenando.

Mi alegría y asombro no podía ser mayores cuando escuché a Jesús. Lo curioso es que no me habla de acusación sino de condena, yo siento por dentro que el alma me vuelve al cuerpo y le contesto "ninguno, Señor" y a mis oídos llegan las palabras que más necesitaba escuchar "yo tampoco te condeno".

Él, el Maestro, tampoco me condenaba. Nada reconstruye más en la vida que saberte dignificada por el perdón. Que no eres condenada aunque alguna conducta tuya sea errada, que pase lo que pase en tu vida, alguien confía en ti y es capaz de expresar un deseo que se hará realidad por la fuerza del amor con que es dicho: "y desde ahora no peques".

Me quedo atónita. Ni una palabra para saber si he adulterado o no, si tenían o no razón quienes me llevaron ante él. Ni siquiera me dio a entender si él consideraba que había pecado o no. Tampoco, como en otras ocasiones, me habla de perdón sino de rehabilitación. Algunas traducciones del texto de Juan añaden un "más" (no peques más) que Jesús no me dijo.

Nos miramos largamente. Mis ojos se encontraron con los suyos. Era la suya una mirada a lo profundo de mi corazón, a mi ser de mujer puesta en pié ente Él. Se dirigió a mí en un dialogo de sujeto a sujeto; sentí con fuerza su invitación a vivir de una manera nueva.

Cuando me llevaron ante Jesús, Él estaba enseñando, no sé que decía, pero ahora sí sé que con su actitud se había convertido para mí en Maestro del que aprendí en mi propio cuerpo la diferencia entre el camino de la ley y el de la misericordia. El primero sigue este itinerario: trasgresión- acusación- condena- castigo-muerte. El segundo: trasgresión- ayuda para poder hacerse consciente del propio error o pecado- perdón/misericordia- rehabilitación/ dignificación- vida nueva.

Yo llegué ante Él llevada a la fuerza, arrastrada por el suelo, pasiva, despreciada, acusada, silenciada, condenada a muerte, sin futuro y ahora me encuentro de pie, liberada, reconciliada con mi ser de mujer y llamada a un futuro lleno de esperanza, era posible para mi una vida nueva.

¿Has tenido alguna vez esa experiencia de pasar de ser una persona acusada y condenada y sentirte rehabilitada en tu ser y reconocida como persona?. Es una de las experiencias más inolvidables de la vida.

Yo me despedí de Jesús y salí de ese encuentro con el deseo de hacer a los demás lo mismo que Él había hecho. El deseo de aprender el camino de la mirada de la misericordia: no acusar, ni condenar a los otros sin mirar el pecado del propio corazón; no tratar a nadie como objeto sino como sujeto siempre digno y pasar por la vida con los ojos limpios de la misericordia entrañable y la capacidad de rehabilitar a tod@s l@s que, como yo, sienten que su vida está perdida, que no tiene sentido, ni futuro.

¡Me gustaría tanto que tú sintieses el mismo deseo y también quisieras aprender ese camino de la misericordia. ¡Sería tan distinto nuestro mundo si en vez de ir por la vida como jueces fuésemos como médic@s que curan y maestr@s de la mirada misericordiosa y entrañable.!

La esperanza es lo último que se pierde. Espero que mi historia te anime a ti y a todas las personas que la lean a que así sea

Yo, una mujer que pasé de ser condenada a ser rehabilitada por la fuerza de una mirada de amor misericordioso.